
No llega a sonar el despertador porque abro los ojos diez minutos antes. Me quedo mirando el techo oscuro hasta que llega la hora. Levanto la persiana y hago todas esas cosas que uno hace por las mañanas. Todas aburridas, por supuesto. Mecánicas, automáticas. Ya estoy listo para salir a la calle, o al menos lo está mi cuerpo.
He pasado por muchas fases. Todos lo hacemos, supongo. Uno es un adolescente descerebrado, y a la mañana siguiente está estudiando una carrera. En este punto, lo que soy es un adolescente descerebrado que va a la universidad. Nada parece haber cambiado. Pero vuelvo a parpadear y estoy metido de lleno en una suerte de jungla laboral. Todos me quieren comer y yo solo quiero flotar. Mientras tanto, creo que sigo siendo un maldito descerebrado, con algún año más en la espalda, eso sí.
El mundo, ahí fuera, duele. Resulta que al final no sé qué mierda es la felicidad. Lo juro. Porque miro a los ojos de la gente que me rodea, de aquellos que me cruzo, que me hablan, con los que comparto espacio ahí en la carretera, y solo veo tristeza. Una profunda e inasible, inconmensurable, imposible de comprender. Porque cada uno lleva su puta cruz a cuestas y solo cada uno conoce su agarre y su peso. Es más: aunque todos llevemos cruces, y nos saludemos como moteros por la nacional en gesto de camaradería, solo podemos intuir el terror que el otro carga. El otro, por supuesto, es todo aquel que no soy yo.
Llegado este punto, todo esto es pura recapitulación. Recuerdo que yo lo único que hice fue levantarme de la cama para salir ahí fuera y acabé metido en una autopista de recuerdos de lo que fui dejando atrás. Ni espejos ni hostias, solo la mirada al frente, decidido a hacer lo correcto cueste lo que cueste. Y de nuevo, caigo.
Me harté del mundo laboral. Yo, que siempre me creí una especie de artista solitario, me dije que habría que dejarse de mierdas y hacer lo necesario. El descerebrado volvía a emerger de entre sus cenizas. De otro tipo, más cansado y cínico, pero con la misma cantidad irrisoria de neuronas de siempre. Por supuesto, otro gran fracaso. Y se diría que llegado este punto, en el que uno ya pasaba de las tres décadas de vida, habría que ir pensando en aterrizar un poco y comprar un cerebrito nuevo que hiciera mejor sus cosas. Ay, pero qué insistente soy.
A estudiar otra vez. A cambiar, a mutar, a sacar la bestia interior y mirar a los ojos al fuego fatuo que me rodea y me hostiga. A perseguir a los putos demonios en lugar de escapar de ellos. Cuántas vueltas da la vida. A base de arrastrarse por todos los malditos lodazales que existen uno puede encontrar una ciénaga en la que quedarse a reptar sin cargos de conciencia. Nunca dejará de doler, eso parece obvio. Pero apagar a puñetazos las llamas es mejor que dejarse quemar poco a poco.
De nuevo, los ojos de los que me rodean. No tienen lágrimas porque están secos. Aunque los hay que sí las tienen. Cuerpos trémulos y encogidos que se hunden en una espiral de soledad. Yo, frente a ellos, invoco al descerebrado y me doy cuenta de que ya no está. No escapo, no me hago el duro ni cuento un chiste malo. Solo me quiero acercar más y más, enjugar cada puta lágrima y tragarme el nudo en el estómago una y otra vez. A esos ojos, a esa tristeza insondable e incomprensible, a esas cruces cargadas a la espalda. Grabarme yo también una marca en la piel. O una muesca. Para volverme consciente para siempre de que el otro soy yo. De que quizá soy un artista solitario, o un corredor de fondo, o un cervatillo herido que huye en la noche.
Pero qué voy a hacer si lo que tengo delante merece la pena, joder.

