
Desde que tengo uso de razón, todo lo que tiene que ver con la noche, la penumbra y la oscuridad me ha cautivado. Literatura taciturna y melancólica, cine del que se ve cuando nadie está despierto, esas fotografías solitarias que se pueden sentir en la piel. Y por supuesto, la reina de las artes, mi laberinto y mi Minotauro, mi hilo rojo y mis alas: la música.
Siempre he defendido que cualquier artista musical que se precie tiene que pasar por la carretera solitaria de la oscuridad. Y lo defiendo porque a lo largo de toda mi vida me he ido acercando cada vez más a esta noche a través de esos artistas. Michael Jackson, uno de mis primeros grandes flechazos, lo hizo. Todos podemos tener en la mente el ambiente de Billie Jean o de Black or White, pero lo cierto es que es el mismo hombre que interpretó Thriller o compuso Beat It, el mismo artista que saltó de la luminosa We Are the World a la decadente Earth Song. Lo mismo con Queen: cuando todo el mundo vibraba con Somebody to Love y I Want to Break Free, yo lo hacía con Innuendo y la terrible Who Wants to Live Forever. O con Scorpions, que me conquistaron con Holiday; o Deep Purple con Child in Time. Quiero con esto decir que la oscuridad me persigue con la misma intensidad con la que el sol cae por el horizonte. Da igual la época, la edad o la madurez que demostraran mis oídos: yo buscaba el hechizo de la luna aun sin saber qué era lo que estaba buscando.
Era inevitable que con el paso de los años me quedara atrapado en las redes del post punk, del rock gótico y del darkwave. Que mis primeros pasos en el color negro fueran a finales de los noventa y primeros dos mil de la mano de Ville Valo. Que tras una breve parada introductoria en el metal naufragando en las aguas del power metal (todos tenemos un pasado) cayera rendido ante el doom y el metal gótico. Y que de ahí, ya con el alma llena de alquitrán (y los pulmones) descendiera hacia el subsuelo, allá donde me aguardaba La Oscuridad y la negación de todo. Donde estaba el metal extremo del death y, sobre todo, del black. Pude haberme perdido en los rugidos de Chuck Schuldiner solo porque antes había sido testigo del silencio. Me quedé agarrado a Mgła porque la oscuridad ya era una manera habitual de coger el aire para mí. Llegado el momento, ya no había escapatoria ni sonido terrible e infernal que no pudiera escuchar y que no calmara mis sentidos. El fuego ardiente que se había quedado agazapado en la brisa de la noche. Las estrellas sobre mí y el purgatorio que sonaba por mis auriculares, todo al mismo tiempo.
La música oscura, y este es el punto de este texto tan desordenado, es un punto de reunión. Para los marginados, para las ovejas negras, para los habitantes de las aceras vacías. Es ese desierto sonoro en el que nos encontramos, nos miramos, y nos alejamos sabiendo que no estamos solos. Gracias a ella vivimos. Gracias a ella estamos.
Porque de algún modo, es en la música donde es posible encontrar un sentido. Un regulador emocional, un estimulante y una maldita droga. Supongo que lo que nos ocurre es sencillo de explicar: mirar a tu alrededor y sentir que todo es ajeno, desde tus compañeros de clase hasta la persona de la cola del supermercado, desde el dependiente de la panadería hasta la madre de tu amigo el del segundo, es atemorizante. Todo parece de una dimensión que no acabas de comprender, y a ti parece que solo te queda el exilio. Porque tú leías bajo las sábanas mientras los demás dormían, tú fantaseabas con guitarras y carreteras, tú estabas más tiempo buscando conciertos y bares que pegándole patadas (o golpes con algún ingenioso accesorio) a una esfera. Tú eras una bala perdida, un olvidado. De antro en antro abrazándote a los de tu calaña, pegando voces sobre un tal número de la bestia o tratando de descifrar qué cojones pone en el logo de esa banda noruega (ahora sé que ponía Darkthrone).
Algunos de nosotros no amamos la música, o disfrutamos de la música. Algunos de nosotros la llevamos dentro, como otro puto órgano. Un órgano que solo funciona con decibelios y la más terrible oscuridad.
Porque llegados a este punto, podemos dar por sentado que la música oscura no es una invitación al ostracismo. No es un escenario de terror en el que sacrificamos pollos al maligno mientras chillamos en nórdico antiguo (aunque esto último lo he hecho alguna vez). Es un lugar extraño en el que no hay esa alegría vacía que trata de vender el mundo pero tampoco el pozo de dolor que tantos imaginan. Hay paz, hay el sentimiento de que las piezas rotas encajan. Como si pudiéramos dormir con la puerta abierta, como si el sol no quemara.
Yo seguiré buscando en la noche, en los bares y los conciertos, danzando y abandonando este escenario distópico que llamamos vida en lo que dura la canción. Oscuridad como un manto que arropa. Oscuridad como un silencio que calla los gritos de los intransigentes. Oscuridad para amarnos aunque los demás solo odien. Oscuridad. Una y mil veces. Oscuridad.

