El texto sobre cine es un género amplio. Análisis, crítica, reseña, comentario, todas ellas casuísticas diferentes con distintos métodos de abordaje teórico, que podrían ir desde la máxima erudición y academicismo hasta lo más coloquial. En cualquier caso, enfrentarse a la escritura fílmica no debe ser tomado nunca como un asunto baladí, principalmente porque del estudio de la ficción cinematográfica —y, de aquí en adelante, cuando me refiera a «cinematográfica» también estaré incluyendo las narrativas televisivas en formato seriado— mana una comprensión del medio que toca todas las parcelas que le rodean; es decir, que es a través del análisis cultural que la propia cultura se erige en elemento transformador del individuo y la sociedad. Parece claro asumir que la trascendencia que surge de una obra narrativa se quedaría en tierra de nadie, como el árbol que cae sin que nadie esté allí para escucharlo, de no ser por la reflexión a la que se la debe someter en todos los medios en los que eso se puede dar —libro, revista, blog, formato oral o comentario posvisionado—. Y parece, por lo tanto, también claro asumir que forma parte de la responsabilidad de cada uno, como espectador y lector en primer lugar, y como miembro de la sociedad y ser humano en último, dar el crédito necesario y merecido a cada una de las maneras en que la reflexión cultural se manifiesta; y no solo a esas maneras, sino al método, a su enfoque y su pretensión.
La intención de este texto, y siendo un escrito particularmente sintético que no busca más que la exposición somera de cómo el análisis cinematográfico es necesariamente objetivable pero, a su vez, casi infinitamente mutante, es por lo tanto poner sobre blanco una serie de ideas, de conceptos y de prácticas que quieren dar volumen tanto al acto de la reflexión fílmica como de la lectura de esas reflexiones; para, por un lado, quizá disponer de un brevísimo punto de apoyo sobre el que comenzar a pivotar en la escritura especializada y, por el otro, separar un poco el grano de la paja cuando uno hace clic en una página web o abre una revista dedicada a ello. Para empezar, unas pequeñas píldoras teóricas a modo de preámbulo: Jacques Aumont y Michel Marie defienden en El análisis cinematográfico que el «análisis cinematográfico es el análisis de lo singular», argumentando que «existen métodos más o menos generalizables, problemas recurrentes, formas canónicas, pero cada obra los pone en juego a su propia manera; en el análisis siempre hay una parte imprevisible y una parte de invención»1. Lo bello del acto del análisis fílmico recae, precisamente, en que cada obra representa un reto en sí misma, y por lo tanto enfrentarse a cada una de ellas va a requerir de una actitud, de un método y de un enfoque diferente y complementario. Así, definir el propio método es una responsabilidad personal, quizá no tanto en lo macro como sí en lo micro, me explico: si bien existen ciertas parcelas a las que es imposible no atender si uno pretende afrontar el análisis con rigor, es responsabilidad de cada escritor encontrar el modo de ejecutarlas, de alcanzar los preceptos teóricos últimos a veces desde la universalidad, a veces mediante la tangente. Es cierto que todo análisis fílmico riguroso va a tener que pasar inevitablemente por el estudio de referentes, el tono, la intención o la técnica, pero no se alcanzará igual, por ejemplo, en Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936) que en Un falso despertar (Meshes of the Afternoon, Maya Deren, Alexander Hammid, 1943). Si bien ambas son producciones cinematográficas con referentes, tono, intención y técnica, sus virtudes narrativas obligan al escritor a pensarlas de modos diferentes: Chaplin manejaba una intención clara y directa, que propone centrar el estudio en cómo la ejecuta y a través de qué elementos narrativos, reflexionando sobre la comicidad como tono; mientras que Deren y Hammid diluyen su intención en la bruma de lo absolutamente inefable, y convertiría cualquier texto que buscara describirla en un ejercicio de absurda sobreinterpretación (un mal, por otro lado, mucho más común de lo que pudiera parecer). De este modo, Un falso despertar requeriría del analista una mirada centrada quizá en la forma y en el contexto, que se expandiera desde ese centro hacia las demás parcelas objetivables de los estudios fílmicos, adquiriendo su propia individualidad dentro de ese gran contenedor que es el cine.
Dicho esto, es importante hacer hincapié en que cada texto, del mismo modo que las obras estudiadas, va a bascular necesariamente sobre su propia intención. No será lo mismo ofrecer una crítica puramente evaluativa que un análisis reposado y profundo, o incluso no será lo mismo hacer una reseña informal que recomendar la película a los amigos. Si bien todos estos formatos dependen —o deberían depender— de los valores objetivables que existen en cada obra, es en el modo de atacarlos y desarrollarlos, e incluso en el tono que tendrá la exposición, que se van a diferenciar entre sí. Detectar y poner de manifiesto los valores relevantes de una obra de arte será siempre el objeto de la crítica —no nos llamemos a engaño, describir su guion o redactar una sinopsis solo será un ejercicio escolar—; mientras que el análisis coge esos mismos puntos de apoyo y los expande hasta sus últimas consecuencias. Volviendo, así, a Aumont y Marie, podríamos concluir, en sus palabras, que «la crítica apunta a una eficacia inmediata y debe reaccionar rápido; el análisis tiene tiempo para sí, puede escoger sus objetos en la historia de los films y darse el plazo necesario, apunta a una eficacia indirecta»1. Claro que esta distinción que plantean funciona muy bien en el campo de la retórica, cuando en la práctica los buenos escritos cinematográficos casi siempre estarán trabajando sobre un punto indeterminado entre estas concepciones teóricas de la crítica y el análisis.
Si seguimos profundizando en las implicaciones y los deberes de la crítica y el análisis, es importante señalar hacia dónde debemos dirigir la mirada si buscamos la excelencia en el estudio, cómo debe ser el enfoque y qué nunca debe ser siquiera considerado. En estos términos, y señalando directamente a aquellos escritores que recién terminaron su primera lectura de El guion de McKee y le quieren sacar buen partido aplicándolo a todo, es importante resaltar que basar un análisis en lo puramente textual de la obra sería tan poco producente como tratar de «interpretar» sin medida la mirada del autor. Un texto crítico jamás debería elucubrar, ni abandonar lo visible, ni mucho menos hablar de sí mismo para buscar ideas infundadas dentro del objeto, sino establecerse alrededor de la obra, en sus propios términos, para poder aplicar de ese modo un método adaptado a cada casuística pero que siempre va a partir de unos preceptos objetivables. Decía Tarkovski que «la imagen artística se puede llamar así solo en la medida en que esté encerrada en sí, sea hermética, valiosa por sí misma, imposible de interpretar de manera definitiva, como la imagen de la propia vida, que tampoco permite una interpretación unívoca»2. Una obra es lo que es al margen de todo intento de interpretación, y el trabajo del crítico o analista es encontrar lo valioso en su interior y señalarlo, recurriendo a todas esas herramientas del estudio fílmico que tenemos a nuestra disposición —y que en el siguiente párrafo trataré de contextualizar, en mi enfoque personal a la crítica y el análisis que busca el rigor—, a través de las cuales existe un modo claro y conciso para la detección de esas características valiosas. Apuntar, por ejemplo, que la escena de apertura de Millennium Mambo (Qianxi mànbo, Hou Hsiao-Hsien, 2001) contiene unos valores estéticos relevantes que contagian toda la obra de su significado, que introduce un uso de la voz acusmática3 extraordinario o que maneja el movimiento y la composición, técnicamente hablando, con excelencia —la fuga, la profundidad de campo, etc.— estaría dentro de lo verificable, mientras que apuntar indiscriminadamente a la interpretación inequívoca afloja de todo sentido el texto y lo convierte en un comentario de trascendencia limitada que, por lo tanto, tiene una intención muy distinta de la del análisis o la crítica.
Así es que, cuando enfrento el trabajo de la crítica, el ensayo o el análisis, lo hago desde un conjunto de preceptos que varían según la obra que vaya a tratar. Y, por descontado, del objetivo final del texto en cuestión. Si bien es muy complejo ofrecer una guía homogeneizada de cómo acometer el acto analítico, al menos en este formato resumido, voy a tratar de dejar unos cuantos puntos básicos que, necesariamente, habrán de ser tenidos en cuenta. Para empezar, ninguna aproximación crítica a una obra de arte puede funcionar si no se la piensa desde sus propios referentes. Esto no quiere decir que cada vez que haya un montaje paralelo tengamos que citar a D.W. Griffith y a Sergei M. Eisenstein, sino que ser conocedor al máximo posible de la historia del cine es un requisito casi indispensable para hablar, efectivamente, de cine. Y esto pasa por leer y estudiar de un modo activo, y no necesariamente por ver miles de películas si se hace de manera irreflexiva. Del mismo modo que el que ha contemplado tres mil pinturas pero nunca ha estudiado el sfumato y no sabe si Jackson Pollock fue un pintor o un supervillano de Marvel no representa ningún tipo de autoridad en el arte pictórico, no es de justicia acometer un acto tan serio como la crítica o el análisis sin dar al conocimiento su lugar. Aquí, y si me permiten la leve dispersión, cabría mencionar que, a diferencia de las demás artes, que siempre han ostentado en su mayoría un estatus mucho más elitista, el cine ha pertenecido históricamente al pueblo, por lo que es natural e incluso deseable que se genere la ingente cantidad de opinión que podemos descubrir solo abriendo la red social de moda o acercándonos a la salida de las por desgracia cada vez más escasas salas de cine. Este texto no pretende desautorizar al espectador medio que expresa, o con humildad o con vehemencia —eso da igual—, un juicio personal, sino al crítico que va de exégeta y desconoce que su opinión particular sin fundamento le coloca, realmente, en el bando de cualquier diletante de medio pelo; porque escribir crítica no es escribir sobre uno mismo, y porque la opinión personal es prácticamente lo opuesto al estudio fílmico.
Siguiendo la línea de los criterios analíticos objetivables —ya siento este breve desvío—, la siguiente parada en el camino sería la reflexión acerca de la intención del autor y el tono que ha impreso en la obra. Ambos conceptos están íntimamente relacionados, ya que de la intención del creador penderá que el tono sea congruente. Pero, ¿qué es la intención? Pongamos algún ejemplo: acerquémonos a la recientemente proclamada por la encuesta de Sight & Sound mejor película de la historia4, Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975), un excepcional filme en el que el espectador sigue muy de cerca la vida de un ama de casa que se enfrenta con decisión inamovible a la rutina de su día a día. La intención de Akerman pasaba por representar el hastío y la fuerza psicológica con las que la protagonista encara su vida a lo largo de varias jornadas en las que la repetición domina el metraje. ¿Lo consigue? Absolutamente. Cada segundo de la pieza ofrece una narrativa estanca en la que cada línea de la composición, cada mirada y cada encuadre llevan a la comprensión absoluta del aislamiento y del abandono, de la fiereza de esa mujer y de su tenacidad. ¿Y qué hay del tono? Coincide a la perfección con la intención y se modula a su alrededor: se mantiene constante, expresa un estado de ánimo coherente con la idea que le subyace. Una vez finalizada la película, todos los impulsos intelectuales que se desprenden de ella apuntan a que Akerman no solo ha mantenido en la constancia y la coherencia su intención a través de la puesta en escena y el punto de vista, sino que lo ha maridado con un tono perfecto que comprende las premisas que quiere expresar. En este punto en concreto del análisis, ya habremos objetivado una absoluta exactitud semántica entre aquello que se pretende decir y lo que se dice, y también acerca de la pertinencia del volumen, timbre, afinación y armonía —por utilizar una metáfora musical— para comunicarlo.
La siguiente parada en el estudio riguroso de la obra cinematográfica sería apuntar a la técnica, y bajo este término pretendo contener todo aquello que forma parte de la «forma» fílmica, aquello que convierte el cine en cine y el modo en que está ejecutado bajo la mira del autor. Aquí es donde debemos mirar hacia el guion —y nunca antes—, la dirección de actores, el montaje, la puesta en escena, la composición y la iluminación —para lo cual siempre habrá sido indispensable estudiar fotografía— o la propia interpretación actoral y la música. Todos ellos bajo sus propios términos y particularidades, aplicadas a cada pieza estudiada. El guion de Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997) deberá apoyarse, en el campo del análisis, en latitudes diferentes al de El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960); del mismo modo que no consideraríamos en términos análogos la dirección de actores en Dogville (Lars von Trier, 2003) que en Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, Yasujirō Ozu, 1953). De nuevo, e incidiendo en la tesis que he buscado remarcar desde el comienzo de estas líneas, la búsqueda de cada uno de los valores objetivables dentro de cada división técnica corre a cuenta del crítico, no de un modo indiscriminado ni místico, por supuesto, sino a través del estudio y la reflexión. Hablar de cine es hablar de música, de literatura, de montaje, del tiempo en sí mismo, y no son ramas de conocimiento breves ni tampoco fácilmente asumibles. La belleza del cine parte de que en un solo momento artístico coinciden varios fenómenos singulares que se enlazan para crear algo único, con entidad propia y cerrado sobre sí mismo, que requerirá, si no se le pretende faltar al respeto, de una mirada entrenada y una seriedad rayana en lo infinito.
A modo de culminación, quedaría hacer referencia a una de las últimas empresas que ha de integrar el análisis cinematográfico: la capacidad de ordenar todas las parcelas objetivables del conocimiento fílmico que habremos alcanzado en un solo discurso coherente y cohesionado, en el que el estudio de los referentes se dé la mano con la intención, y en el que la exposición de la técnica no termine enfangada en un montón de conceptos mecánicos sin un hilo conductor que les dé sentido global. La crítica, como el propio cine sobre el que trabaja y que trata de aprehender, ha de resultar en un alegato inteligible, bien escrito y narrado, en el que la protagonista sea siempre la obra analizada y nunca el que firma el texto. Citando de nuevo a Tarkovski, «el cine posee su sentido poético específico, su determinación especial, su destino propio»5. No hagamos pequeña esa poesía tratando de convertirla en una extensión de nuestra propia sensibilidad, apuntemos a lo valioso que vive en ella desde nuestras herramientas del estudio fílmico, y dejemos que sea cada uno de sus receptores los que den forma a su propia interpretación, su propia búsqueda del sentido, e incluso su propia poesía.
Bibliografía recomendada:
- El Análisis Cinematográfico, de Jacques Aumont y Michel Marie
- Esculpir en el tiempo, de Andrei Tarkovski
- Atrapad la vida, de Andrei Tarkovski
- El cine según Hitchcock, de François Truffaut
- Así se hacen las películas, de Tim Grierson
- La Audiovisión, de Michel Chion
- Aumont, J., & Marie, M. (2019). El Análisis Cinematográfico. La Marca Editora.[↩][↩]
- Tarkovski, A. (2019). Atrapad la vida: Lecciones de cine para escultores del tiempo (3.a ed.). Errata Naturae.[↩]
- Para más información sobre el estudio del sonido y la imagen en el cine refiero al lector a Chion, M. (2018). La audiovisión: sonido e imagen en el cine. La Marca Editora.[↩]
- BFI. (2022, 1 diciembre). Revealed: the results of the 2022 Sight and Sound Greatest Films of All Time poll. https://www.bfi.org.uk/news/revealed-results-2022-sight-sound-greatest-films-all-time-poll[↩]
- Tarkovski, A. (1991). Esculpir en el tiempo. Ediciones Rialp.[↩]