Para entender el núcleo de lo que pretendo comunicar, lo mejor será que dé unas pequeñas pinceladas personales. No porque tengan el más mínimo interés, sino porque creo que pueden dar un poco de contexto al tema. Veamos. Desde siempre me he sentido muy atraído por todo lo que tiene que ver con la narrativa. Con las historias que no son las historias que vemos por televisión, sino las historias que decidimos creer, las que nos llenan de significado, o las que nos abren nuevos mundos en los que sumergirnos en busca de algo que no tenemos, o de algo distinto a lo que vivimos. Esto quiere decir que desde que tengo memoria, me recuerdo a mí mismo entre páginas. Tampoco soy consciente de que haya ningún momento de mi vida en el que no haya vivido por y para la música. El cine, por supuesto, forma parte indisoluble de todo lo que he mamado. Pero siendo honesto y contra lo que pueda parecer a cualquier lector que lea mis chorradas desde hace algún tiempo, no me ha acompañado de la misma manera ni desde etapas tan tempranas como la literatura y la música. Claro que hay una última cosa que en cierta manera ha estado conmigo casi siempre, con etapas de mayor o menor prevalencia, pero que nunca he llegado a abandonar del todo: los videojuegos. Al principio, pura diversión; más adelante, más historias. Narrativa o no, la verdad, no estoy seguro. La primera vez que agarré un mando era un crío, y fue el de la Sega Master System II. Recuerdo que aquella entrada a un mundo nuevo supuso algo grande. Le hacía a uno vibrar en otra onda. Me acompañaba Alex Kidd, Batman, Sonic. Supongo que en aquellos años era una disciplina lo suficientemente nueva en lo social como para que se la mirase tanto con recelo como con entusiasmo. La chavalada lo comentábamos entre bollicao y bollicao, y los adultos ponían cara de indulgencia sin enterarse muy bien de qué iba la guerra. Los años fueron pasando.
La industria avanzó, fagocitando todo lo que podía a su alrededor como solo un mundo tan enfermo y ávido de poder como el nuestro podría hacerlo. Pero, y aquí llego por fin al punto, se podría decir que hubo una gran inflexión. Una llegada al ecosistema que cambió para siempre la comprensión del medio, y que supuso para tantos de nosotros un punto y aparte. Era el año 1998, a finales, y The Legend of Zelda: Ocarina of Time acababa de aterrizar. Y con él la quinta aparición de Link, aquí el héroe del tiempo. Nunca las posibilidades de existir fuera de nuestra realidad habían alcanzado cotas tan extremas, ni un mundo virtual propuesto tal cantidad de disyuntivas electivas. Antes del genial videojuego de Shigeru Miyamoto nos relacionábamos con el medio mayormente a través de lo lúdico, de lo hábil, de lo mecánico. Después, lo empezamos a entender como algo más orgánico, menos automático, más espontáneo y vívido. Ya no solo hablábamos entre nosotros de cómo había que hacer para «cargarnos a un malo» o «pasar una pantalla» (que también), sino que lo hacíamos de la historia, de cómo se relacionaba Link con el entorno, sobre quién era exactamente Ganondorf, del lore —cuando aún le llamábamos historia— que rodeaba a las Gerudo o del poder puro que emanaba de Zelda. En aquella época, se sentía como algo distinto. Supongo que tantos años después de aquel momento, es hora de mirar hacia atrás y sentarnos a debatir sobre si el videojuego como disciplina ha llegado a donde prometía, sobre si hemos perdido algo por el camino, o sobre si The Legend of Zelda: Ocarina of Time y un pequeño puñado de obras más son anomalías en la comprensión del medio.
De entrada, quiero pensar que no. Quiero pensar que estamos en un terrible paréntesis que no solo afecta al videojuego, sino a toda forma de expresión. El cine está dominado por lo frívolo, la música que suena a nivel popular está absolutamente desprovista de genio, y las estanterías nunca dejan de estar coronadas por buscavidas más preocupados por «la pela» que por la construcción de algo grande. Claro que no pretendo sonar agorero: siempre hay estallidos de genio que surgen de cuando en cuando, en todas las disciplinas. Pero quizá somos nosotros los que no queremos mirarlo. Los que preferimos, en medio de esta espiral acelerada y despersonalizada en que vivimos, apagar las neuronas cuando llegamos al sofá y dejar que sea algún superhéroe infantilizado el que nos gobierne la mente. Como sociedad, parece que dejamos atrás los años en los que nos hacíamos preguntas en lugar de buscar respuestas. Y creo que el videojuego tiene algo valioso que comentar a este respecto.
Como forma de expresión que ha nacido como tal a finales del siglo XX (sí, podemos quizá tirar hacia pasados los mediados si nos ponemos más estrictos, pero creo que ya me entiende el lector), podemos ver su evolución sin demasiada complicación. Y parece que la entrada en la madurez técnica que a cualquier disciplina le sobreviene cuando empieza a preocuparse más del contenido que del continente le está cogiendo en una época mala. De redes sociales irreflexivas, de multijugadores desquiciados, de crispación en masa y un clima personal y social alienado. El problema es que no podemos ni debemos depositar nuestras únicas esperanzas en el videojuego de autor, no podemos abandonar la exploración del medio solo porque el capital ha sido consciente de su potencial y lo ha engullido hasta convertirlo en otro hilo más de su telaraña. Sabemos a qué lugar lleva. Lleva a los MCU y los DCU, lleva a los Bad Bunny, lleva a las Ónega. Lleva a los lugares en los que ninguna persona querría estar sino fuera porque el mass media le impele a ello. La deriva de cualquier forma expresión necesita un caldo de cultivo en el que desarrollarse, una «escena» que dé pie a que se le trate con reverencia y ánimo investigador. Si dejamos que el videojuego siga avanzando invariable hacia el vacío de los Fortnite solo podremos lamentarnos cuando nos demos cuenta de que una forma de expresión que se sentía viva y llena de posibilidades naufragó contra las rocas de la frivolidad. Necesitamos a los autores más que nunca, eso lo podemos tener más que claro, pero también a una masa de jugadores que se aleje de lo acrítico y exija una industria a la altura, que pida por esa boca más Shadow of the Colossus, más Life Is Strange, más Demon’s Souls, que no dé por buena esta devaluación y reclame ensayo, texto, bibliografía y literatura y la absorba sin presiones ni toxicidades.
No sería descabellado pensar que, sin tanto aspaviento y tanta industria vacía, el videojuego podría tener un desarrollo que nos sacase las dudas de encima a aquellos que, como yo, no estamos seguros de si es una forma de arte o un trampantojo que atinó unas cuantas veces. De si es un lugar bien aposentado hacia el cual la narrativa debe evolucionar o una disciplina que debe mirar hacia otro punto más prosaico. Desde luego, no parece que lo podamos tener completamente claro, aun existiendo grandes ensayos sobre el tema y grandes creadores que, con mayor o menor atino a lo largo de su obra, han podido ir dando forma a un canon de lo que significa como medio. ¿Qué podemos hacer entonces? ¿Le ponemos velas a Miyazaki, Kojima, Ueda y Aonuma? ¿Dejamos que el posible avance del medio se pierda entre el tejido de la industria? ¿Es posible volver a la pureza, la belleza, la sensación de descubrimiento, la fortaleza técnica y de estilo, de aquel The Legend of Zelda: Ocarina of Time? ¿Podemos aspirar a volver a encontrarnos con una iteración del héroe del tiempo que nos saque de tanto GTA Online y tanto MOBA? La realidad es que la respuesta me evita, aun teniendo en cuenta que mi relación con el videojuego es desigual y que pocas veces, quizá desde aquel 1998 que parece de otra galaxia, he podido acceder al medio con un ánimo distinto al lúdico. Quiero creer, claro que quiero creer. Pero no sé si es que llego tarde ya, o es que llegué demasiado pronto.