Estos días se hizo tristemente popular un vídeo de Lucía Peregrín, una chica trans que, desesperada y padeciendo una crisis de ansiedad, se dolía y lloraba por el rechazo que sufrió por ser quien es1. Porque su cita la dejó tirada haciendo eso que hoy llaman ghosting —antes decíamos ser un gilipollas, los tiempos cambian—, en lo que podemos suponer fue un caso en el que mediaron excusas baratas, invenciones sobre la genitalia o demás chorradas autoexculpatorias con las que tapar la transfobia, el odio que vive detrás de todo ello. Y digo tristemente porque las redes sociales pusieron a funcionar su habitual maquinaria para dedicarle todo tipo de insultos, faltas de respeto, ataques y barbaridades de diverso pelaje. Es terrible darse cuenta de cómo detrás de una pantalla todo el mundo se siente con la potestad suficiente como para largar cualquier comentario, cualquier exabrupto de carácter doloso o hiriente, y erigirse en pequeños Torquemadas en el anonimato más placentero. Es aterrador cómo las personas quedan sepultadas detrás de etiquetas, y son ofrecidas al Dios de las redes sociales como carnaza con la que alimentar una buena tarde de diciembre antes de cambiar a otra cosa. No. Todo aquel que haya participado de este linchamiento, o de otro linchamiento, o en el linchamiento que sin duda ocurrirá mañana contra otra persona, debe automáticamente reconsiderar sus acciones y sus palabras. La vida es un invento muy frágil, que pende de un hilo muy fino. No es aceptable, y nunca lo será, que cualquiera coja el argumentario rancio más próximo a sus probablemente trasnochadas ideas políticas (o no, que la hipocresía y la ignorancia viven a renta libre) y lo aplique a una persona que llora. A una persona que sufre. A una persona, coño.
Esa persona puede ser esta chica que probablemente esté harta de que gente sin rostro ni nombre, con el avatar de un huevo y un pseudónimo tipo «elheteritoguapo69» se crean tan impunes y sabios como para cuestionar sus lágrimas y sus circunstancias. O lo que es todavía peor y más rastrero: su propia esencia, lo que ella es. ¿Acaso es posible emitir un juicio basando el criterio en un vídeo de unos minutos? ¿Acaso en el hipotético caso de que fuera posible hay alguna necesidad de hacerlo? ¿En qué mundo vivimos en el que las imágenes de sufrimiento inspiran burla y escarnio? ¿Son las personas un bien mercantilizable que usar para obtener algo de relevancia en redes sociales? ¿En qué momento histórico decadente tenemos que existir en el que la complejidad y belleza que mana de cada individuo se convierten en bienes de usar y tirar disponibles para que cualquiera los tome y los haga trizas?
Decía, que me lío, que la vida es un invento muy frágil. Nunca sabemos cómo de afiladas pueden salir las palabras de nuestra boca, nunca sabemos con qué ángulo van a incidir en el que tenemos al otro lado, nunca sabemos en qué órgano van a impactar ni con qué violencia. La transfobia, la homofobia, la xenofobia, el racismo, el machismo y toda la sarta de agentes del odio que tenemos a nuestra disposición como especie no son más que cuevas donde los cobardes pueden esconderse. Porque lanzando odio y violencia parece que alcanzan algún tipo de éxtasis personal a través del cual se sienten menos miserables consigo mismos. Más sintonizados con el que les devuelve la mirada en el espejo. Cuando la verdad más elevada, de la que ningún ser humano podrá escapar jamás, es que ninguno de nosotros tiene más relevancia que el anterior. Que vagina, pene, ausencia de todo ello, una mezcla de ambos o algo completamente nuevo e inexplorado solo forma parte de un mismo continuo: el de lo humano. Y que abrazarlo en su diferencia o similitud, en cualquiera de sus formas, es a lo que debemos aspirar si es que tenemos algo de bondad dentro. Aunque sea una poca.
Al final, todos nuestros debates sobre arte, sobre cultura, sobre educación, sobre sanidad, sobre política o sobre el gran tema que se nos ocurra son estériles si no somos capaces de sentir empatía o simpatía por una chica que sufre, si no sentimos el impulso de defenderla y abrazarla, de decirle que todo va a salir bien aunque no lo creamos, de protegerla de la inmundicia de mundo que hemos ido fabricando a base de apartar la mirada, de ignorar las injusticias y entonar un sonoro «esto no va conmigo». Claro que va con nosotros, somos nosotros los que lo sufrimos. No hay nada que sea más «nosotros» que un ataque indiscriminado y malévolo contra la diversidad de lo humano. Al atacarla a ella, al hacerle daño, al insultarla y ningunearla, tratarla como escoria, nos lo están haciendo a nosotros. Porque no somos diferentes a ella. Ni somos diferentes al chico al que hacen bullying un grupo de diez matones en los cambios de clase. Ni tampoco a todas aquellas personas que no saben si lo que ven en el espejo les merece la pena. De nada sirve si escondemos detrás de la intelectualidad o la pirueta moral que mejor se nos dé lo único que puede hacer de este cochino mundo un lugar más respirable: poner nuestro ser en constante tela de juicio, cuestionar cada una de nuestras palabras. De nada sirve si para cada desgracia ajena vamos a tope con narcisismos varios. Como comparar la realidad y el sufrimiento de otra persona con la anécdota más estúpida que seamos capaces de conectar con ella para justificar lo fuertes que somos y lo muy por encima que estamos. Porque nunca va a ser lo mismo ni supone ningún punto de apoyo. Porque la ayuda solo surge de la escucha y la comprensión, no de nuestras propias taras y batallas. Si no somos capaces de tomar esa dirección, quizá es que no somos capaces de mirarnos al espejo y por eso tratamos de aligerarlo con desprecio. Quizá es que deberíamos considerar que del daño nunca saldrá nada bueno.
- Dejo el enlace al vídeo original en su canal de TikTok: https://acortar.link/nNis81[↩]