Una fábula, un curioso cuento que habla de los apartados, los desposeídos, los descastados que viven atrapados en el abandono. Dogman es una película que existe en un terreno extraño: lírica pero a veces burda, sugerente pero tosca. Vamos con unos comentarios.
Lo primero: Caleb Landry Jones se hace un solo actoral magnífico. Aunque especializado en personajes marginales, es un intérprete de carácter, de físico y voz imponentes que siempre sabe brillar. Su construcción de Dogman tiene quizá la sutileza que le falta a la película. Una sutileza que le vendría muy bien dado el lío de tono en el que a veces se mete. Habla de un mundo patético poblado por seres patéticos, de la alcantarilla humana. Pero en ocasiones abraza esa gravedad de lleno y otras juguetea con una distensión que le sienta muy mal.
Los perros protagonizan, por supuesto. Y es inevitable sonreír mirando a esas exquisitas criaturas, a sus hocicos y sus colas. Pero Besson por momentos mete humor casi familiar, «humor de perritos», si me permiten. Y pese al carácter de fábula de la obra, queda extraño. Se estructura a través de un montaje invertido, y no parece establecer con mucho tino la distribución de los pesos narrativos en sus diferentes bloques. Hay partes sobrexplicadas y otras casi abandonadas. Quizá le falta algo de ritmo, de «música» entre sus secuencias.
Lo bueno, que también lo tiene: su fondo es ácido, y ataca con colmillos afilados en sus conceptos. Esos marginados, esos perros abandonados, esos violentados por el sistema. Tiene un objetivo y no se aleja nunca de él. Sobre todo porque el Dogman personaje importa.
A Dogman le ocurre lo que le ocurre casi siempre a Besson: buenas ideas, un enfoque original, un fondo bello, pero ejecución desigual, forma caótica. Sus virtudes son hermosas, pero no logra vivir de ellas al completo.
Pero larga vida a los canes. Eso lo podemos gritar.