Con Salem’s Lot pasa lo que tantas veces: hay buenas ideas enterradas en un todo convencional que nunca llega a despegar. Tiene pequeñas dosis de inquietud, de buen terror. Pero en conjunto es demasiado corriente, demasiado conciliadora.
El drama nunca se llega a sentir porque los personajes (y sus intérpretes, muy en piloto automático) no lo provocan. Es muy problemático que las tragedias no apenen al espectador, que no le conmuevan.
El resultado es ambiguo: sabemos que deberían doler, pero no lo hacen.
Falta atmósfera real. Hay una buena fotografía, y una puesta en escena interesante, buenas composiciones. Pero no parecen estar al servicio de una idea mayor, de un sistema superior. Parece guiada por la estética y no por las profundidades del relato.
Claro, esto provoca que sea agradable a la vista. Las luces rojas, las iluminaciones indirectas, los objetos bellos y los tiros de cámara áureos. Pero, ¿para qué? ¿Para embelesar? Al no haber una narrativa que la saque de la nostalgia, apenas es posible que trascienda.
Salem’s Lot encierra algún comentario cáustico sobre política y sociedad, y también algún apunte sobre la infancia (grande, King) potente. Y es una lástima que no haya rebuscado más en ellos. En un terror más visceral y denso y no tanto en resultar accesible.
¿Lo bueno? Que a pesar de nunca ser memorable, tampoco es tediosa ni cansada. Se ve, se digiere, y se piensa unos instantes. No pasará a la historia por ser la adaptación definitiva de la obra de King, pero tampoco la peor (aunque esté en la parte baja de la tabla).