The Dark and the Wicked va de espacios, de culpa, de lugares vacíos y familias rotas. Bryan Bertino logra una inquietud palpable, densa, atemorizante, capaz de elevar un conjunto que crea una niebla, una sensación de absorción de las que se quedan pegadas.
Demasiado cine de terror va al susto, al punto de inflexión que sobresalta y hace avanzar la trama a base de golpes de efecto. The Dark and the Wicked, por la contra, apuesta por la calma. Por construir una atmósfera insana y aplastante que aprieta y aprieta y nunca afloja. Aquí da igual que su historia sea convencional (que lo es) o que su desenlace no esté particularmente a la altura (que no lo está), sino la presión que crea, el comentario sobre la culpa y el vacío existencial de un mundo que aplasta. Y en eso destaca. Y mucho, además.
Pero si brilla por algo es por su uso de los espacios. Uno podría verla una y otra vez quedándose prendado de la narrativa de la puesta en escena, del juego abismal del encuadre. De cómo cada pared y cada puerta siempre parecen ocultar algo. De la asfixia que provoca. A nivel fotográfico es también muy destacable. Claroscuros, sugerencias, contraluces. Una propuesta de terror sobria que nunca pretende lanzarse al impacto vacío y confía en su capacidad para resultar perturbadora y contenida, densa en su subtexto e inmisericorde.
Bryan Bertino encuentra en The Dark and the Wicked una película oscura, densa, perversa. Hay en ella un mal que acecha y que baja a lo más primario: el miedo a la soledad, a haber fallado, al final de todo. A la muerte misma.
No es perfecta, pero no lo necesita.