Toda la vida he considerado Terminator 2: Judgment Day la mejor de la saga —una saga de dos, por supuesto—. Pero ayer me dio por revisitar la primera parte. La tenía muy olvidada, puede que mi última vez con ella fuera hace veinte años. Y menudo reencuentro.
Una narrativa de acero en la que se sucede un icono visual detrás de otro. El uso del punto de vista, el sentido del espectáculo. Ese «no hay destino», ese amor corto y arrebatado. La frialdad vs. la fluidez, la búsqueda del círculo perfecto. Una banda sonora inmortal. James Cameron creaba hace casi cuarenta años un símbolo, que encontraba en esos ojos de Linda Hamilton, en esa tensión de Michael Biehn y en esa inexorabilidad de Arnold Schwarzenegger un oasis de ciencia ficción insuperable. La interpretación al servicio de la narrativa.
Y para terminar, una escena. Aquí Cameron condensa todo lo que Terminator logra en su prodigio de atmósfera (esa cámara lenta en la aproximación de la máquina a su presa), de montaje (el salto de punto de vista), de tragedia y de tensión pura.