El terror puede tener mucho que ver con el dolor, con la pérdida. Con explorar mediante sus herramientas los efectos devastadores de sentirse partido por la mitad cuando el mundo parece aplastarlo todo. Y está lejos de ser perfecta, pero Lake Mungo va por ahí.
Unas pinceladas: es una película que incluiríamos dentro de eso llamado «falso documental». Está narrada como si fuera verdad, con entrevistas, bustos, imágenes de «archivo», declaraciones, insertos, rótulos. En este sentido, se siente fuerte. Se queda pegada a la nuca.
En esta línea, podríamos decir que es indisociable de su forma. Si no tuviera esta hechura de falso documental sería el filme más convencional jamás rodado. Pero afortunadamente ninguna obra puede ser aislada de su construcción. Su director, Joel Anderson, juega bien sus cartas. Porque la historia es la de una adolescente que fallece y deja a su familia absolutamente sumida en la miseria. Y poco a poco, irán surgiendo secretos y más secretos,
Lake Mungo es un cuento de fantasmas, pero sobre todo es un drama. Sobre irse, quedarse y estar. Por sus temas (la pérdida, la muerte, los que se quedan) puede recordar a la Kairo de Kiyoshi Kurosawa: ambas rebuscan en la melancolía, en el dolor indescifrable, en las siluetas que queremos imaginar en los márgenes de las fotografías. Aunque no tan potente, eso es cierto.
Su principal problema tiene que ver con cómo va rebuscando poco a poco la trama para tratar de sorprender desde el guion. Gira demasiadas veces sobre sí misma. Hasta llegar a resultar cansado. Erróneamente, parece confiar poco en su capacidad para sugerir, y decide enmarañar.
Lo bueno de Lake Mungo, pese a sí misma, es que duele. Pese a sus contoneos genera una lucidez triste difícil de explicar. Deja al espectador como el perro de Goya: semihundido. Y creo que ese es el mayor logro que le podemos conceder. A pesar de todas sus imperfecciones.